“…en las capas más profundas de lo inconsciente colectivo parece existir una sabiduría renovadora.”
Irene Gerber-Münch
“En última instancia, uno se rige solo por lo esencial, y si no se posee esto se ha malgastado la vida.”
C.G. Jung
“No respires solo del aire que te rodea, sino une ya tu inteligencia a la mente que rodea todo.”
Marco Aurelio
“Existe algo más allá de nuestra mente que mora en silencio dentro de nuestra mente.
Es el misterio supremo más allá del pensamiento.”
Maitri Upanishad
De las diferentes connotaciones con las que hemos querido aproximarnos al significado del término espíritu, quisiera ahora quedarme únicamente con dos: aquella que se refiere a su relación con el potencial para percatarse o apercibirse del sentido, y aquella otra que tiene que ver con la autonomía de ese factor —o “hacedor”— que opera en y sobre nuestra interioridad, dejando el sello o impronta de un algo independiente que no se encuentra supeditado a la subjetividad de lo personal, sino que, la abarca y trasciende en todo momento y circunstancia.
Respecto a la segunda de tales cuestiones afirma Jung que “…el espíritu, en virtud de su autonomía originaria, que tampoco se puede poner en duda desde un punto de vista psicológico, es plenamente capaz de manifestarse por sí mismo.”
La comprensión de ambas cuestiones tiene a mi parecer una gran importancia en lo que al proceso de individuación —o auto-realización— se refiere, puesto que en ambos casos se alude al encuentro con ese marco de desnuda realidad que no se encuentra afectado por la opinión o el juicio subjetivo —la interpretación—, operando sin embargo de manera determinante sobre el psiquismo de las personas.
Es por ello que Jung se refiere en todo momento a la realidad de la psique, y con ello, al carácter autónomo de sus contenidos y dinámicas, así como a su dimensión esencialmente transpersonal.
La recomendación universal —tanto en oriente como en occidente— de conocerse a sí mismo, de saberse o reconocerse sin filtros sugestivos, nos lleva ahora a la siguiente cuestión fundamental: ¿qué significa conocerse-a-sí-mismo?, y, sobre todo, ¿quién es el sujeto último de dicho conocimiento?
Resulta evidente que algún momento del proceso venimos a reparar en el hecho de que la realización del sí-mismo nada tiene que ver con el éxito social, las ganancias o las satisfacciones de esa pequeña mente, estrecha y egocéntrica, escenario marco de un “yo” edificado y sustentado por innumerables condicionamientos biográficos.
La individuación correspondería por tanto al esclarecimiento paulatino —a veces repentino o abrupto— de ciertas irrealidades que distorsionan nuestra relación con lo que somos, así como con ese otro contexto significante que denominamos mundo.
Tanto una como otra de las acepciones en las que he querido detenerme al contemplar la palabra espíritu, apuntan a una realidad que trasciende el marco de lo subjetivo e intencional, es decir, de un yo o consciencia subjetiva, inconsciente de su fuente y fundamento último. “En verdad, el supremo acto de nuestra consciencia consiste en traspasar todos los depósitos conceptuales y leer en el fondo del Prajñá Inconsciente.”, nos dice Suzuki.
El imperativo délfico que nos interpela desde la antiguedad recomendando conocerse, se revela ahora como un “reconócete”, toma consciencia de tu interioridad incondicionada y de tu consciencia original, es decir, de ese espíritu, aliento o naturaleza que te constituye y de la que no eres sino una mera y temporal expresión.
Así, volviendo a las palabras de Jung, “La autorreflexión, o —lo que es lo mismo— el impulso a la individuación, reúne lo separado y múltiple, elevándolo a la figura original de lo uno, del hombre primigenio.”
Conviene también señalar el hecho de que dicho reconocimiento, si lo es de verdad, en modo alguno se caracteriza por malabarismos dialécticos, puesto que nada tiene que ver con el análisis o la lógica. Tampoco con el desarrollo de nuevos y sugestivos conceptos credenciales, sino con la puesta en escena de un potencial autónomo que reside en el corazón de la propia interioridad, y que es el resorte competente para operar el mencionado salto aperceptivo —“…y conocerás al universo y a los dioses”—.
Jung recurre a las reflexiones de un rishi indio de la talla de Ramana Maharsi, contemporaneo suyo, para señalar que éste “…llama también al âtman “el yo del yo”, lo cual es más más que sintomático, pues la experiencia del sí-mismo es la experiencia del sujeto del sujeto, del auténtico sustrato viviente y el guía de un yo que (errabundo) aspira a hacer suya aquella autonomía cuyo vislumbre agradece justamente al sí-mismo.”
No estando en la senda de la lógica y del discurso racional, el despertar espiritual requiere del cultivo o atención cualitativa de ese factor o “hacedor” —del latín “el que hace”— al que ya hicimos referencia, cuya acción determinante estaría bien lejos de poder ser manejada desde la voluntad de un yo ansioso y expectante, ignorante e inconsciente del papel que le corresponde sobre el escenario de dicho proceso.
Y es en este punto crucial donde nos acercamos de nuevo al asunto ya esbozado en mi reflexión inicial: la vía del espíritu —o espiritualidad—, y el motivo por el que Jung afirma sin necesidad de eufemismos, que “…la realidad verdadera solo puede abordarse espiritualmente”.
Vemos entonces que la tarea espiritual es aquella que opera a través de conductas y actitudes que propician la emergencia de ese hacedor universal o potencial capaz de abrirse paso y vaciar nuestra consciencia de toda irrealidad o proyección, reflejándose a continuación en ella.
Es ese espíritu o consciencia originaria la que nos vincula y mantiene esencialmente conectados con nosotros mismos, con los demás, y con la totalidad del cosmos viviente.
La ruta o el camino del espíritu —espiritual— consiste entonces en un sendero de exploración introspectiva o auto-indagación que no se vale del pensamiento ordinario para remontar la corriente de lo mental, sino que se sirve del cultivo sintiente de una consciencia volcada sobre sí misma. Una suerte de espera no expectante, confrontada una y otra vez con revelaciones y esclarecimientos concernientes a su propia naturaleza y condición. Según Aniela Jaffé, “…Jung habló en sus últimos años acerca del ´milagro de la consciencia reflexiva´ y del ´significado cósmico de la conciencia´ (carta, 28 de marzo de 1953)”
También el fundador de la logoterapia, Viktor E. Frank reflexiona sobre este proceso cuando señala que “…el sentido no solo debe, sino que también puede ser encontrado, y para encontrarlo el hombre es guiado por la consciencia. En una palabra, la consciencia es es un ´órgano del sentido´. Podría definirse como la facultad de descubrir y localizar ese único sentido que se esconde detrás de cada situación. (…) La consciencia, que ya desde un principio hemos considerado como modelo del inconsciente espiritual, se convierte en una especie de punto clave en el que se nos revela la esencia trascendente de este inconsciente espiritual.”
Meditar se convierte así en una posibilidad que nos es brindada por la presencia o concurrencia de una consciencia reflexiva que alberga en sí la potencialidad de mirarse y reconocerse a sí misma, de contemplar y contemplarse. Una haz luminoso que se dirige a la propia interioridad iluminando las oscuridades de un espíritu de vida originariamente inconsciente, que deviene consciente a partir del milagro de una consciencia reflexiva que brota de su mismísima naturaleza esencial. “El contacto con el inconsciente, que sana e integra, restaura la conexión con su origen, con la fuente de sus imágenes psíquicas. Esto no constituye una vuelta al barbarismo, sino una regeneración a través de la relación renovada y consciente con un espíritu vivo sepultado en el inconsciente. Cada paso adelante en el camino de la individuación es al mismo tiempo un paso hacia atrás hacia el pasado, hacia los misterios de la naturaleza de cada individuo”, dice Aniela Jaffé.
He aquí un salto hacia la madurez evolutiva capaz de trascender los usos y abusos de un horizonte mental marcado por las estrecheces y mezquindades de lo personal o subjetivo, alineándose ahora con la gran vida, con esa Mente o Espíritu Universal, sustrato y fundamento último de toda realidad esencial.
Así, sobre sobre el barro propio del terreno, el sentido del ahondamiento meditativo consiste en darse cuenta de que la transformación individuativa, y también lo que la meditación tiene de estrategia o cultivo de la misma, nada tiene que ver con laboriosidades voluntaristas operadas por intermedio del control volitivo de un yo que persigue metas, sino que procede de la eclosión de una semilla atemporal que subyace en el corazón o núcleo de la condición humana, y que ha sido nombrada tradicionalmente como espíritu.
No meditamos para alcanzar o adquirir algo por nuestros propios medios y para nuestros fines. La realización espiritual —del espíritu— consiste más bien en la disolución del acento egocéntrico sobre aquellos objetivos idealizados y quiméricos de una falsa o aparente identidad. “Meditar sobre sí mismo es reunirse-a-sí-mismo”, dice Jung.
El sentido, es por ello el gran regalo de la vida, pues no procede de otro lugar sino de esa consciencia originaria o espíritu, de una presencia atemporal que nos sale de continuo al encuentro cuando somos capaces de advertir los engaños y banalidades de una mente resentida y egoísta, distanciándonos definitivamente de toda ideación distorsionada y fantasiosa de la realidad, ahora vacía de contenidos.
Es este espíritu o consciencia originaria el/la que conoce o reconoce a sí mismo/a, conociendo o reconociendo con ello —y por ello—, al universo y a los dioses.
Manuel J. Moreno
Psicólogo / psicoterapeuta
(Continua en Parte III)