Manuel J. Moreno
Psicólogo/ Psicoterapeuta
“No hay una cosa que no sea una letra silenciosa, de la eterna escritura indescifrable cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja de su casa ya ha vuelto.”
J.L. Borges
“El modo de andar revela si alguien camina ya por su propia senda”, argumenta Nietzsche por boca de Zaratustra. El modo de andar puede entenderse de múltiples maneras, aunque si nos atenemos estrictamente a la literal, no deja de resultar agudísima además de curiosa y original, dicha observación.
“Modo de andar” es también una representación muy visual de referirse al modo de conducirse, de encarar los asuntos de la vida. El estilo personal de razonar, sopesar, deducir. También traduce la disponibilidad y funcionalidad del flujo creativo, de los sentimientos e intuiciones del individuo. En definitiva, Nietzsche alude al grado de conexión consciente alcanzado por la persona consigo misma, con ese centro o fuente arquetípica e inconsciente, la personalidad profunda.
En la escritura manuscrita o autográfica, el aserto nietzscheano hace referencia a la fenomenología que se despliega y escenifica sobre el papel a través de la gestualidad grafo-escritural. La personalización y combinaciones creativas del patrón de escritura, los modos cohesivos de su entramado, las modalidades involuntarias del ductus. Ritmo, tipología de movimiento y velocidad de ejecución, esto es, los modos peculiares y característicos de realizar los giros de muñeca por parte del escribiente. Una orquestación exclusiva y altamente automatizada que recoge empíricamente las proyecciones y el sello distintivo de la actitud general del sujeto que escribe, su modo y maneras de estar en el mundo.
Así que, ese “modo de andar” que revela “…si alguien camina ya por su propia senda”, es también aquí el sentido grafológico que se percibe en las cualidades de la línea de escritura —el renglón—, las cuales escenifican el ímpetu, vitalidad y fuerza del carácter personal. También la determinación y disposición esencial de su ánimo, el entusiasmo y potencial de afirmación con que se despliega la totalidad consciente/ inconsciente de su persona, a cuyo centro nuclear Jung califica de sí-mismo, diferenciándolo en tanto que personalidad verdadera, de los sesgos, proyecciones y estrecheces de la personalidad inmadura, inauténtica y egocentrada.
Si nos asomamos ahora al panorama de lo colectivo, al ambiente psicológico sobre el que se asienta la actualidad, quizás encontremos un “modo de caminar” o conducirse, ambiguo y ambivalente, incierto. El término o significante “coronavirus” se ha adueñado invasivo de todas las parcelas de nuestra cotidianidad. Se ha convertido de hecho y por derecho propio, en un asunto “viral”. Absolutamente todo parece girar ahora en torno a lo que quiera que sea y signifique este infeccioso agente de consecuencias impredecibles para millones de personas en todo el mundo —las cifras de letalidad biológica y destrucción del tejido socio-laboral están ahí, y hablan por sí mismas—.
Da la impresión de que el rumbo psicosocial de nuestra civilización no se alinea bien con ciertos fenómenos naturales básicos, sobre todo si estos se presentan bajo la rúbrica de la incertidumbre.
De Nietzsche diría Freud que no sabía de nadie que se conociera mejor a sí mismo. Me pregunto qué apreciaría hoy el filósofo del martillo, a la vista del desconcierto y desatino general al que asistimos desde hace apenas medio año. De la confrontación de opiniones, creencias, partidismos y especulaciones que sacuden a diario nuestra mente demandante de realidad.
Si algo aboca a las oscuridades del malestar neurótico es la incertidumbre y la indeterminación. La dificultad de adaptación frente a horizontes inciertos, nebulosos, arbitrarios, se traducirá a menudo en sufrimiento psíquico, desórdenes y desajustes. Es por ello que autores como Kalsched apuntan que la terapia “…no consiste en aliviar el sufrimiento, sino en reparar la relación de la persona con la realidad”. De la persona, y de la propia sociedad, diría yo, puesto que formamos parte de un mundo enfermo de irrealidades.
Nuestra demanda instintiva de certezas, tiene su equivalente psicológico en la necesidad anímica de sentido, “el deseo de significado” (Frankl), un requerimiento primordial del espíritu humano sobre el que psicólogos como Fromm, Frankl, Jung o Maslow, pusieron todo el acento concebible.
El escenario psicológico actual es radicalmente incompatible con una mentalidad regida por el mito del control y la seguridad. La muerte ha sido en todo tiempo el contrapunto necesario de la vida, un poderoso acicate desde el que interrogar al cosmos viviente. Una razón inexcusable para destilar de cada momento, lo que éste encierra de irrepetible e inconmensurable.